domingo, 25 de octubre de 2009

RELATOS DE OTOÑO II

Segunda entrega de estos relatos de otoño, de este otoño raro en el que el sol se empeña en brillar como si estuviéramos en primavera, un otoño loco, tan loco como mi corazón.

Aunque la cosa ya ha empezado a cambiar, así lo atestiguan las manillas del reloj que ayer se retrasaron a las 3 de la madrugada, así lo atestigua la noche que hoy, nos envolverá muy pronto, demasiado pronto. Es tiempo de jersey y colcha gordita en la cama, es tiempo ya de churros y porras, de farolas encendidas a las 6 de la tarde, de árboles amarillos que aún se resisten a desnudar sus ramas, no pueden olvidar el esplendor que tuvieron en primavera, en verano, se resisten a mostrarnos los secretos que encierran en lo más profundo, son días de dos, de amores furtivos que nacen como consecuencia de una mirada, amores verdaderos, de los de película, de los que incluso podemos pensar que serán para toda la vida, no como los de verano, fugaces y sostenidos solo por el deseo carnal de un amor sin límites, son días cortos de castañas asadas, días donde los escotes desaparecen pero donde se intensifican las miradas, días donde el desamor escuece más, días donde más necesitas sentirte arropado por el calor de tus amigos, días melancólicos de otoño que aún así también tienen mucho encanto.

Hoy es el primer día en el que tengo conciencia de que el otoño nos envuelve, este otoño que es el encargado de avisarnos de que el crudo invierno se avecina...

El relato de hoy es de un autor bastante conocido que a mi también me gusta mucho, MANUEL VICENT, al que podéis leer semanalmente los domingos es en la columna trasera del diario EL País, os lo recomiendo, me encantan sus columnas.


MANUEL VICENT


Es un relato que me gustó mucho cuando lo leí, relato divertido, original, que trata sobre la pesada carga de la rutina que soportamos sobre nuestros hombros, de la cotidianeidad sin sorpresas, sin esperanzas, sin ilusiones…hasta que de repente, algo, hasta lo más absurdo, aparece y se encarga de cambiar las cosas, las ilusiones renacen como el ave fénix y la vida nos parece totalmente distinta, nos sobran los motivos para seguir adelante por este arduo camino, nos sobran los motivos para ser felices…porque la felicidad no se encuentra detrás de las grandes cosas sino escondida detrás de lo pequeño, de lo insignificante incluso. En este caso el protagonista del relato encontró en una valla publicitaria el motivo para cambiar de vida, su vía de escape a tanta rutina anodina.

Disfrutad del relato y leed más a Manuel Vicent, yo os recomiendo algunos de sus libros, desde “SON DE MAR”, pasando por “UN TRANVÍA A LA MALVAROSA” o “CUERPOS SUCESIVOS”

ADIOS VERANO, HOLA INVIERNO…..PERO MIENTRAS TANTO DISFRUTEMOS DEL OTOÑO!!!!


LA CHICA DE LA VALLA
MANUEL VICENT



La muchacha era bellísima, de largos muslos anfibios. Estaba reclinada en una tumbona de playa, con un licor moderno dulcemente mantenido junto a la mórbida duna del pubis, y detrás de ella un sol naranja caía sobre la raya de la mar donde navegaba a contra luz un velero de dos palos. Aquella muchacha de hocico inflamado tenía la piel aún salpicada por el baño reciente en la cala tropical y desde la valla publicitaria perseguía con su mirada azul a cualquier transeúnte invitándole a compartir la botella de Campari. Su cuerpo desnudo permanecía varado en la arena bajo las pencas de unas palmeras, y rozando fugazmente aquel litoral pasaba todos los días un ciudadano anónimo camino de la oficina.

Durante varios años, el hombre había realizado cada mañana el mismo viaje por esa calle, pero la chica no se encontraba allí. La descubrió en un momento de vulgaridad en medio de un atasco de coches. Como siempre, aquel lunes el despertador había sonado a las siete en punto y el tipo lanzó un gruñido de palabras inconexas contra el destino que no tuvo respuesta. Entre bostezos de tigre, rascándose los riñones, arrastró las babuchas hasta el cuarto de aseo para ejecutar las abluciones típicas de un asalariado. Mientras una mujer con bata de felpa le preparaba el café con leche en la cocina, él se acomodó los gases, experimentó algunas arcadas, vomitó un pedazo de bofe por la nariz, se fregoteó los alerones, se rasuró el rostro anodino, se peinó la calva, se dio un breve masaje en el papo con colonia de garrafa y salió casi triunfalmente del retrete con unos calzones de saldo. Se trataba de un ordenanza maduro, vestido de marrón oscuro, que nunca había tenido una pasión. Vivía en un piso interior descascarillado al amparo de una esposa de muchas arrobas y su único sueño se alimentaba a veces con la colada del patio. En los instantes más felices pendían de las cuerdas ciertas bragas sucintas color de rosa o sostenes de encaje de algunas vecinas que se cruzaban con el hombre en la escalera. Entonces pensaba en lejanas e imposibles cucharadas de flan.

-Ahí tienes el desayuno.

-¿Qué día es hoy?

-Míralo en el calendario. Creo que estamos a 20.

-¿Todavía?

-Tómate el café. ¿Qué es eso?

-¿Qué?

-Ahí, en el cuello.

-Nada. Me ha salido un grano.

-No te olvides de pedir el anticipo, no hay un duro en casa. Oye, ese grano está lleno de pus.

Podía conducir dormido

A lo lejos humeaba el centro de la ciudad. En la barriada de bloques del extrarradio, rodeada de basureros generales, el hombre montó en un automóvil de segunda mano y se dirigió al trabajo por carreteras que bordeaban fábricas desvencijadas, descampados con perros famélicos y chabolas con chapas de bidón. La niebla del amanecer, algo fétida y taladrada por las chimeneas de alguna factoría, se adensaba en las vaguadas y a través de ella emergía una ristra de volquetes, camiones, autobuses y otros vehículos detenidos ante un paso a nivel. Había que cruzar la vía del tren para entrar en la autopista. A partir de allí comenzaban a verse reclamos de publicidad en grandes cartelones plantados en el erial sobre cementerios de chatarra. Chicas con la boca entreabierta, de piernas amorosas, que ofrecían un aceite de moto, galanes de recia mandíbula que exhibían la prenda de la temporada. A lo largo del trayecto hacia la ciudad se sucedían paredones mugrientos con pintadas de alquitrán, puentes, pasarelas, tapias con carteles todavía políticos. ¿Qué podía esperar este sujeto de la vida? Nada, o sea, nada. Unas vacaciones en Cullera, alguna tortilla de patatas con gaseosa los domingos en la sierra, una quiniela con 14 aciertos, una excursión a su pueblo de origen durante la matanza, una sonrisa del director general o un campeonato de Liga que ganara el Atlético de Madrid. Trabajaba de ordenanza en una compañía de seguros cuyo edificio central estaba situado en los altos del paseo de la Castellana. Para llegar hasta allí, este ciudadano anónimo debía cruzar un centenar de calles, pero después de recorrer el mismo camino tantos años sin una mínima variación él podía conducir incluso dormido. De hecho así había sucedido algunas veces. Aquella mañana llovía. El hombre se hallaba atrapado en medio de un atasco entre un clamor de pitidos. También se oían sirenas de ambulancia, de policía o de bomberos, y el tipo estaba sumido en la desdicha del lunes. De pronto levantó distraídamente los ojos y a través del parabrisas vio la valla publicitaria colgada en una fachada desconocida. Una muchacha bellísima, de largos muslos anfibios, le miraba de forma intensa. Detrás de la silueta de su cuerpo desnudo había una maravillosa puesta de sol sobre un mar caliente donde navegaba un velero de dos palos. Ella se encontraba reclinada en una tumbona de playa bajo palmeras celestes acariciando un licor rojo. Pero no cabía la menor duda. La mirada azul de esa muchacha era sólo para él. La sonrisa insinuada en su boca de melocotón parecía exigirle una inmediata respuesta. Al ordenanza le estalló el cerebro.


Una clase de amor insospechado

Sin duda había en el mundo extraños paraísos con manantiales de la eterna juventud, dulces islas llenas de bailarinas, desiertos color crema con oasis de camelias, orillas vírgenes donde la inocencia aún era aceptada. En el corazón del ordenanza había comenzado a anidar una clase de amor insospechado que la imaginación disparó hacia lugares de ultramar. Aquella mañana llegó a la oficina totalmente feliz ya que la vida había adquirido para él cierto sentido.

-Gómez, lleve este sobre al despacho del apoderado.

-Sí, señor.

-¿De qué se ríe?

-No es nada. Perdón.

-Está usted muy contento. ¿Le ha ocurrido algo agradable?

-Sí, señor.

-Le felicito. Que sea enhorabuena, Gómez.

El ordenanza no se atrevió a confesar a su jefe inmediato que acababa de conocer a una chica bellísima y que ella se le había insinuado de un modo ardiente. Tampoco comunicó la noticia a los compañeros de pasillo, pero a partir de aquel día un sueño secreto fue tomando un viento de oro en el interior de este ciudadano. De regreso a casa después de la jornada de trabajo detuvo el coche en aquella esquina, bajó la ventanilla y durante media hora se quedó contemplando la valla publicitaria. La muchacha seguía allí. Le miraba sólo a él con ojos inmensos, azules, totalmente fijos. Sonreía con el hocico inflamado y le invitaba a echar un trago a su lado bajo unas palmeras celestes. Cuando ya había anochecido en el horizonte acuático de la valla, el hombre se despidió de su amante y emprendió el camino del hogar con el pecho hinchado por la emoción. Apenas había traspasado el felpudo, la mujer le preguntó por el anticipo, pero el enamorado no recordaba nada.

-¿Qué es eso?

-He comprado una botella de Campari.

-¿Te has vuelto loco?

-Esta noche nos la vamos a tomar entera en la cama.

-¿Qué te pasa? Hoy es lunes.

-Bueno, ¿y qué?

Nunca había sentido tanta dulzura en los propios músculos. Sorbía a veces un poco de licor y no hacía sino navegar por mares inexplorados pilotando el cuerpo de una esposa real, aunque debajo del deseo fluía la imagen de aquella muchacha que durante la celebración carnal le llevó muy lejos. Cuando a las siete en punto sonó el despertador el ordenanza volvió precipitadamente de Bali y entró rascándose los riñones en el cuarto de baño para lavarse los alerones y afeitarse el rostro anodino. Su existencia no había cambiado. Seguía siendo el mismo tipo miserable y el camino hacia el trabajo también era idéntico. Carreteras que bordeaban fábricas destartaladas, descampados con canes escuálidos y chabolas de latón, puentes, pasarelas, tapias con churretones de alquitrán, autopistas que saltaban sobre cementerios de chatarra, calles llenas de pequeños comercios insípidos, de escaparates polvorientos, de gritos voceando mercancías, de atascos que producían los repartidores de butano o de bebidas. A pesar de todo, cada día, durante el trayecto, este ciudadano anónimo percibía un fogonazo de belleza que le dejaba inundado de luz. Pasaba en el coche rozando el litoral de la valla publicitaria y allí estaba siempre la chica a su disposición. Ella le acompañaba con la mirada azul, le sonreía voluptuosamente y le alentaba a seguir soñando. Fue el trimestre más feliz de este ordenanza. Pegaba sellos en la oficina pensando en su amante, concertaba con ella hipotéticos viajes, rellenaba quinielas con muchas variantes con la esperanza puesta en el Sur. Pero una tarde aciaga la muchacha desapareció. Su lugar lo ocupaba ahora el anuncio de un famoso salchichón. La valla publicitaria exhibía una impúdica merienda en la boca de un niño pecoso.

Al principio el hombre pensó que se había equivocado de calle. No era así. Su amor no podía errar en este sentido. No obstante, dio una vuelta a la manzana y en ninguna de las cuatro esquinas se encontró a la muchacha.

-Oiga, ¿no ha visto a una chica de ojos azules?

-¿Una chica?

-Llevaba un biquini rojo.

-Yo no soy de este barrio. Pregunte en la frutería. Tal vez allí sepan algo.

-Oiga, ¿han visto a una chica de ojos azules?

-Hay muchas chicas de ojos azules. Tendría algo más. ¿Es su hija?

-Era mi novia. Estaba colgada en esa pared.

-Ah, sí. Un bonito cartel. Lo acaban de quitar esta mañana.

-¿Dónde puede estar?

-Vaya usted a saber.


Soñó con una isla lejana

Desde ese momento, el ordenanza inició un laberinto por la ciudad. A marcha lenta en el coche comenzó a recorrer las calles en busca de su amor con la nariz pegada al parabrisas. Iba perdido mirando fachadas. A veces se apeaba para andar una hora por aceras desconocidas y preguntaba a los transeúntes sin hallar respuesta. El ordenanza dejó pasar aquella noche. Soñó con una isla lejana repleta de frutas tropicales donde la silueta de su amiga bailaba en su honor bajo palmeras celestes, Era lo más hermoso que le podía suceder y no estaba dispuesto a dejarlo. A las siete en punto sonó el despertador y el hombre arrastró las zapatillas rascándose los riñones hasta el cuarto de baño. Allí tosió frenéticamente, escupió un trozo de pulmón, se fregó las axilas, se rasuró la cara vulgar, se echó colonia de garrafa para alisarse los pelos de la coronilla, se dio masaje en la papada y pensó en el trayecto de un amanecer en dirección al paraíso mientras la mujer en bata de felpa le preparaba un café con leche en la cocina.

-Ahí tienes el desayuno.

-¿Qué día es hoy?

-No sé. Creo que estamos a 20. No te olvides de pedir el anticipo. Oye, te ha salido un grano en el cuello.

El ordenanza no fue aquel día al trabajo. En realidad, este ciudadano anónimo ya no volvió nunca al trabajo. Esta vez también realizó lo de siempre. Montó en el coche de segunda mano, atravesó el cinturón industrial, las carreteras con fábricas ahumadas, los vertederos de basura, las vías del tren, los cementerios de chatarra y se adentró de nuevo en el centro de la ciudad. Llegó hasta la esquina del litoral y desde allí comenzó de nuevo a dar vueltas por las calles sin rumbo fijo buscando a la chica de la valla. Había pasado más de un mes y no la había encontrado. Pero el ordenanza cada día no hacía sino dar vueltas por calles de niebla y nunca se supo si llegó a su destino. En la compañía de seguros le habían dado de baja.

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