Último domingo del Otoño, último relato de esta estación loca y casi veraniega que solo se ha hecho presente y patente en sus días finales, un último relato de otoño que no significa el final de esta sección de relatos sino el comienzo de los relatos del invierno, relatos más entretenidos e interesantes si cabe que los ya leídos hasta la fecha.
Estuve pensando mucho que relato debería ser el encargado de cerrar la estación de la melancolía, la estación del recogimiento y las frustraciones, la estación de los amores verdaderos…y tras mucho pensar decidí que estos relatos de otoño debían despedirse con un hombre que describe perfectamente la melancolía, un hombre de sentimientos que describe perfectamente los sentimientos que nos abordan durante todos los días de nuestra vida…..así que hoy, como colofón a estos relatos, este espacio cede la palabra a un autor del que os hablé no hace demasiado, un autor cuyo rostro es muy conocido pero cuya faceta literaria no lo es tanto, el autor de los sentimientos.
Así que hoy DAVID CANTERO es el encargado de cerrar estos relatos, una historia envolvente os espera a continuación, una historia diferente porque en esta ocasión el protagonista no es un hombre, en este caso la historia está narrada por un perro, un perro viejo y cansado de vivir, pero un perro que aún así no pierde nunca la esperanza.
Una historia tierna escrita con maestría por “el hombre del telediario”, un DAVID CANTERO que nos sorprende de nuevo y que seguro que no dejará de hacerlo.
Hace poco os recomendé su última novela pero hoy especialmente, hoy quería recomendaos su primera novela, “AMANTEA” preciosa historia.
Ahí va el relato, el último relato del otoño de este año….DISFRUTAD!!!
PERROS
DAVID CANTERO
"Ojala me hablara aún así, como ahora hace con ese árbol, como un día hizo conmigo. Pero me he ido convirtiendo en un animal viejo, impedido, estúpido y perezoso, casi siempre de malas pulgas, sin ganas ya de corretear o menear el rabo, lamer o jugar.
Hace ya tiempo que cada tarde, al caer el sol sobre el escueto jardín, mi amo se sienta en el banquito de piedra que hay junto a un gigantesco pruno y le cuenta, con o sin palabras, lo que tal vez nunca haya contado a nadie, siquiera a mí, lo que ya no se atreve a decirse a sí mismo o recordar.
No debe quedarle mucha vida. Cuando un hombre habla y siente así es fácil deducirlo. Y créanme que lo siento, ¡le he amado tanto! Llevo a su lado más de doce años, muchos para un perro. Tampoco a mí debe quedarme mucha vida.
Sé casi todo de él y él sabe casi todo de mí, o debería saberlo. Todo lo que hemos vivido, todo lo que hemos sentido, todo lo que hemos amado, anhelado o despreciado juntos. Hace ya mucho tiempo se estableció entre nosotros esa rara simbiosis que, dicen, a veces se da entre canes y amos, hasta incluso hacernos parecidos física y anímicamente.
Lo sé. Se estarán preguntando como un perro puede llegar a escribir una historia, por escueta o simple que esta sea. Antes de seguir, debo contarles que hace ya algún tiempo empecé a sentirme algo entre bestia y hombre, a ser, tal vez, un eslabón a medio camino entre esos dos estados del alma y de la carne.
Primero fue, ¿cómo decirlo?, una rara e insípida sensación, una emoción inofensiva, una fantasía inconsistente que podía bien doblegar con el juego o con el sueño profundo. Luego llegaron infames estremecimientos y dolencias, pesadillas y alucinaciones menos maleables. También los que creí insignificantes pero incipientes cambios corporales.
Vista, olfato y oído empezaron a mermar, algo que en principio achaqué al inexorable paso del tiempo, a la edad, a la mala salud que suele traernos. Pero la torpeza y la confusión fueron en aumento de forma alarmante. Los dedos de mis pezuñas empezaron a estirarse, a retorcerse; las patas también y se hicieron pesadas como enormes huesos de vaca, apenas me sostenían.
Engordé desmesuradamente y una rara flojera me fue invadiendo hasta anclarme, consumiendo casi todo mi brío. Mis antes anchas y erguidas orejas fueron menguando hasta convertirse en dos ridículas e inútiles protuberancias.
Perdí casi todo el pelo, lo que, aparte de otras muchas molestias, me deshonró terriblemente. Mi antes sonrosada piel cambió de tacto y de color, haciéndose grisácea, ajada y mortecina. Estar tumbado, una de mis grandes aficiones y mis mayores consuelos, fue descubriéndose un suplicio. Día tras día necesitaba, cada vez más, erguirme en una postura humillante y ridícula, mantenerme en pié y caminar sobre mis tardas zancas traseras, o sentarme sobre un escaso culo, como un maldito ser humano, me decía torturándome aun más.
Comencé también a experimentar tristezas y anhelos, ansiedades y desasosiegos, hasta entonces desconocidos. El pensamiento se disparó en mi hasta entonces indiferente y precaria mente, haciéndola presa de raras ideas, de febriles reflexiones y temores, de representaciones tenebrosas y absurdas, de un millón de preguntas sin respuesta que me torturaban hasta el aullido. Jamás hasta entonces me las había hecho más allá de ¿cuándo se come? o ¿cuándo se sale a pasear?
Una larga, lenta y compleja metamorfosis que, creo, aun no ha concluido y que sigue punzando hasta en estos vagos recuerdos que ya deseo abandonar. Les ahorraré muchos de los macabros detalles de la doliente permuta. Lo peor de todo fue empezar a temer a la muerte. ¿En eso consistía ser un ser humano?, me preguntaba, ¿en hacerse una y otra vez interrogantes para los que no hay contestación?, ¿en torturarse constantemente ante la posibilidad de dejar de existir? Más tarde aprendí que no se trataba sólo de eso, que ser hombre era algo mucho más lúgubre, insoportable y complejo...
Antes, cuando era completamente perro, me sentía capaz de expresar todo con una mirada, con un suspiro, con un jadeo, con un entreabrir de boca, con un chasquido de dientes o unos latigazos de cola. Desde esos días en que se inició la mutación, pobre de mí, comencé además a precisar de las palabras, esas que tantas veces escuché de la voz de mi amo, las que nunca llegué a comprender, aunque entendiera su sentido de forma peregrina.
Aun no soy capaz de pronunciarlas, mi garganta sigue aun condicionada por mis torpes ladridos, por aguzados aúllos o graves ronquidos. Pero lo intento con ahínco, casi con desesperación. Me gustaría hablarle, decirle, explicarle, pero tal vez solo conseguiría darle espanto...".
2 comentarios:
Santi, gracias por esta sección de relatos.
Me gusta mucho, sobre todo porque cuando cojo un libro suele ser una novela... Creo que los últimos libros de relatos que he leído han sido:
- Historias para catar, donde el nexo de unión de todos sus relatos es el vino.
- Modelos de mujer (de Almudena Grandes): siete relatos protagonizados por mujeres.
- Estaciones de paso (también de Almudena Grandes): cinco historias sobre la adolescencia.
Pues, nada. Diremos un ¡hasta luego! a la sección de relatos de otoño (porque me imagino que volverá el otoño que viene...), y daremos la bienvenida a los relatos de invierno.
no, siempre muchas gracias a ti......
porque me gusta la gente sabe apreciar las historias que nos conducen a mundos maravillosos....
un besote y gracias por dedicar tu tiempo en leer estas historias!!!!
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