domingo, 17 de enero de 2010

RELATOS DE INVIERNO II

En esta semana post navideña otro texto interesante e inteligente nos acompaña, un texto que yo descubrí hace relativamente poco y que me pareció muy interesante, un texto de un autor al que merece mucho la pena leer, un autor que a lo mejor no os suena demasiado pero que si que es muy conocido y bastante prolífico, un autor que arrasa en todos aquellos premios literarios a los que se presenta, un autor al que yo mismo descubrí no hace demasiado tiempo pero cuyas historias me dejaron enganchado.

Así que en este hoy os presento un texto de FERNANDO MARIAS, un cuento que obtuvo encima en 2008 el Premio Luis García Berlanga sobre zapato femenino, un cuento que en palabras de su autor, es un relato fetichista, erótico, criminal y un punto autobiográfico sobre unas sandalias amarillas de tacón que convierten a la mujer que las calza en una depredadora sexual….


FERNANDO MARÍAS


Espero que os guste y que disfrutéis durante el tiempo que dure la lectura de este relato, de la buena literatura, literatura con mayúsculas, literatura de todos y para todos.

Si os gusta la historia y os apetece seguir leyendo a Fernando Marías, os puedo recomendar alguno de sus libros, entre los que hoy me quedo con “CIELO ABIERTO”, II Premio Anaya de literatura infantil y juvenil, y “ZARA Y EL LIBRERO DE BAGDAD”, Premio Gran Angular 2008. Libros para todos los públicos, libros que encierran bajo sus lomos historias mágicas para no dejar nunca de soñar.



HUELLAS DESNUDAS DE LA MUJER INVISIBLE


Fernando Marías





Soy un policía feliz, y si empiezo precisando esto así, y no diciendo que soy un hombre feliz, un marido feliz o un jugador de golf feliz (que también lo soy, las tres cosas) es porque no resulta insólito que haya hombres, maridos y jugadores de golf felices, pero sí que un policía en el ejercicio de su cargo pueda definirse con esta convicción como un policía feliz. Aunque en realidad, para ser también riguroso, debería mejor haber empezado con otra forma verbal:

Era, era un policía feliz. Hasta la muerte de mi amigo íntimo Salvador, que falleció anteayer junto a Luisa, su mujer, en accidente de circulación tristísimo y tal vez oscuro, aunque no lo suficiente para abrir una investigación. El entierro es esta tarde, y la ausencia parece hacer más largos los minutos. Parecían tan enamorados cuando se fueron a vivir juntos… Pero la convivencia acabó por quemarlos, como a tantas parejas. Todos sus amigos pudimos ver el distanciamiento progresivo entre ambos, las tensiones que a veces se exteriorizaban sin que ninguno de los dos pudiera evitarlo, incluso los brotes de agresividad que en un par de ocasiones mi esposa, buena observadora, creyó detectar.

Me hallo en el soleado jardín junto a mi piscina, en la casa espléndida donde soy… donde era feliz, dispuesto a leer con enorme excitación y curiosidad la carta que me escribió mi amigo la mañana misma de su muerte. Su llegada, por correo ordinario, tan inhabitual hoy en día, ha sido una verdadera sorpresa, y mi instinto profesional se ha revuelto ante la apresurada letra del interior, chocante en un autor teatral que escribía siempre a mano y se jactaba de su buena letra:

...........

Querido Juan, te escribo estupefacto por la comprensión de la terrible verdad. Me siento inquieto, puede que tenga miedo. Sí, seguro que lo tengo. Y me sincero contigo pensando más en el policía que en el amigo de la infancia.

Las sandalias amarillas de altísimo tacón de aguja brillan frente a mí sobre el parqué del salón, evocadoras como siempre de ensoñaciones lujuriosas, posadas una junto a la otra, paralelas, como si las calzara esa mujer desconocida e invisible, retadora y altiva, en la que ciegamente me he negado a creer hasta ahora, cuando su embrujo ha terminado por desbaratar mi felicidad. ¿Cómo expulsaré de mi casa a esta hembra insaciable y cruel?, me preguntaba hace tan solo unas semanas. Ahora ya es tarde.

Escucho en la calle la bocina del coche. Luisa me reclama. Partimos de viaje, nunca mejor dicho. La hora ha llegado. Luisa, mi mujer, la real y verdadera, amada hasta el día fatídico en que las sandalias amarillas irrumpieron en nuestra vida… Nada habría ocurrido de no ser por el erotismo fascinado y obsesivo que despiertan en mí los pies femeninos, pasión que por cierto compartes conmigo. ¿Qué frase de no sé qué escritor nos gustaba tanto? “Una mujer desnuda con sandalias de tacón alto puede parecer cualquier cosa, excepto inocente”. Tenía razón. Mucha. Toda. Los tacones femeninos, ambos lo sabemos, hablan. Dicen muchísimo sobre la mujer que los lleva, sobre su relación con el mundo, con la soledad y con el amor, consigo misma. Los tacones, como la mirada, emiten mensajes desde el oculto mundo del alma, que por supuesto no todo el mundo puede percibir. Y los hombres que las captamos somos por ello felices y desdichados a partes iguales. Felices porque nos es dado contemplar –comprendiendo sus esencias- la prodigiosa simbiosis entre un pie femenino bello, conmovedor y obsceno a la vez, simple y trascendental, el punto de la anatomía en que el cuerpo y el alma de la mujer están en contacto con la Tierra pero el punto, también, desde el cual esas pocas hembras humanas capaces de volar toman impulso para elevarse, y su correspondiente zapato ideal de tacón, que surge de reducir la Arquitectura entera a un laberinto inabarcable de líneas vivas y con inteligencia casi propia entrelazadas alrededor de la nitidez monolítica de un tacón de aguja. Y desdichados porque podríamos enamorarnos de esa simbiosis, desear encadenarnos esclavizados a su empeine, vivir, amar, morir por ella. Y tal vez matar.

Aquel día negro, Luisa y yo visitamos otro piso de alquiler más. Ya habíamos decidido vivir juntos tras dos años de relaciones, y solo nos faltaba la casa, y aquella, amplia y sin muebles, nos pareció óptima. Lo decidimos al unísono, con una de esas miradas cómplices que tan bien definían nuestra irrepetible sintonía global. Para colmo era baratísima, como si el dueño viviera, literalmente, en otra galaxia. Firmamos esa misma tarde, y a la mañana siguiente, muy temprano, abrimos la puerta de nuestro primer hogar (y el último, me horroriza escribirlo pero no hay marcha atrás) y comenzamos a familiarizarnos, cada uno por su lado, con el piso vacío.

Comencé a medir las paredes del salón, inundado por el sol amarillo de la mañana, calculando el mejor lugar para ubicar las estanterías de la biblioteca común, cuando me estremeció la aparición de una hermosísima mujer completamente desnuda, o mejor dicho, una hermosísima mujer vestida solo con unas altísimas sandalias amarillas de tacón de aguja que, excepto por dos tiras en forma de X sobre los dedos, dejaban los pies obscenamente desnudos. La mujer echó los brazos tras la nuca, estirando provocativamente su cuerpo sin dejar de mirarme a los ojos, y se detuvo en el centro del salón. La luz solar, cayendo de pleno sobre ella, revistió su piel bronceada de un intenso brillo con destellos dorados. Todavía tardé un segundo en darme cuenta de que era Luisa. Para trabajar en la casa se había recogido su larga melena rubia en una coleta, cosa que jamás hacía, y eso, sumado a la exhibición erótica, impensable en una mujer más o menos pudorosa como ella, me había llevado a pensar que era otra. Hicimos el amor de forma desaforada, casi violenta, deslumbrados y felices por la pasión salvaje que la casa nueva nos había inyectado a ambos, que interpretamos como un buen presagio de nuestro futuro. Íntimamente me ilusioné muchísimo con esa faceta de Luisa, pues el único punto oscuro de nuestro entendimiento pleno eran ciertos lastres de pudor que no había logrado sacudirse del todo a pesar de haberlo intentado con afán y honestidad. ¿Tenían que ver las sandalias amarillas? Luisa las había encontrado en el gran armario empotrado de la habitación principal –eran el único vestigio de la anterior inquilina; fuera de ellas, no quedaba en la casa ni una simple servilleta de papel- y un impulso le había sugerido la idea de desnudarse, calzárselas y venir a buscarme, presa de un repentino fuego físico. Juguetonamente, achacamos a las sandalias la plenitud de ese encuentro sexual y decidimos convertirlas en nuestro amuleto erótico. Nuestros relajados cuerpos satisfechos se estiraban, felices, sobre la zona soleada del salón. Pero en realidad, lo sé ahora, estábamos desnudos en la habitación desnuda, a merced de las sandalias amarillas.

¿Para qué cansarte con procesos de evolución dramática que interesarían a un dramaturgo pero no a un policía? Te relataré lo esencial. Encaramada a las sandalias amarillas, de las que llegué a pensar que poseían aliento propio, la sexualidad de Luisa se volvió arrolladora y jubilosamente insaciable, lo que habría sido maravilloso de no ser porque su carácter, a la par, comenzó a transformarse en el de una mujer arrogante, arisca y, un día de cuatro meses después, también inesperadamente violenta. ¿Argumentarías que muchas parejas cambian con la convivencia? Puede, pero no hasta ese punto. Y dado que Luisa no había comenzado a beber, ni a drogarse, yo pensé una mañana –di que estoy loco, no me importa- que se debía a las sandalias amarillas, y comencé a obsesionarme con ellas. Pronto, cada vez que Luisa se las calzaba para nuestros encuentros sexuales, cosa que como si fuera un rito imprescindible o adictivo hacía siempre, yo me sentía en manos de una celadora implacable. Pero nuestra vida sexual, no me entiendas mal, era cada vez más plena, y por tanto más irrenunciable. Sin embargo, la mirada de Luisa se metamorfoseaba durante los orgasmos al ritmo de las incontrolables sacudidas de su cuerpo, de sus gritos o de la animalidad pura que precisaba golpear y arañar para desfogarse. Un día me mordió el hombro con todas sus fuerzas, Me desgarró la carne, pero no aflojó a pesar de mis chillidos. Noté manar la sangre tibia y ella, por fuerza, debió de notarla también, y lo que realmente me asustó cuando por fin nos separamos y me quejé, más entristecido que enfadado, fue que ella se limitara a echar una mirada indiferente hacia la marca de sus dientes en mi hombre ensangrentado, y me lanzara una sonrisita de pretendida inocencia. Luisa se estaba volviendo loca, o se había vuelto loca ya.

Visité al agente inmobiliario. Se sobresaltó ligeramente al verme, yo diría que alarmado, y deduje que cuando nos alquiló la casa tan barata había ocultado algo. La casa, no tuvo otro remedio que explicarme, había sido habitada durante el último año por una mujer extranjera, italiana o sudamericana, no estaba seguro, latina en cualquier caso, que había huido del país tras asesinar a su marido. Lo miré helado y estupefacto. ¿Lo asesinó? ¿En la misma casa?, le pregunté. Lo asesinó, sí. En la misma casa. Lo degolló una noche mientras hacían el amor, según concluyó la policía en el escenario del crimen. Me desbordaron las preguntas sin respuesta: ¿qué fue de la mujer? El vendedor no lo sabía. ¿Por qué mató al marido? El vendedor no lo sabía. ¿Cómo era que la casa estaba totalmente vacía, si la asesina había huido aprisa y sin mirar atrás? El vendedor no lo sabía. ¿Y por qué la única huella de la mujer eran solo unas sandalias amarillas, precisamente esas sandalias amarillas? El vendedor solo sabía que cuando contaba la verdad nadie quería la casa y decidió no contarla más. Entonces aparecimos nosotros…

Regresé a casa sombrío, taciturno, tal vez efectivamente agresivo, como me señaló la Luisa cabal de siempre, que todavía habitaba y se manifestaba dentro del cuerpo poseído. Iniciamos otra de nuestras frecuentes discusiones. No parecíamos otra cosa que una pareja hastiada de sí misma. Solo yo sabía que la culpa era de las sandalias, de la mujer invisible y maldita que había invadido nuestras vidas subida a esos tacones de aguja embrujados.

La semana pasada me decidí. Amaba a Luisa –o amaba la antigua serenidad perdida- y odiaba a la otra, que asomaba en ataques de agresividad descontrolada cada vez menos distanciados entre sí. Tenía que acabar con ella a cualquier precio.

Hay un hotelito rústico aislado en medio del campo, a un par de horas de la ciudad, al que Luisa siempre había deseado ir. He reservado habitación y salimos dentro de un rato. Una vez a solas por la cercana zona boscosa le explicaré todo lo que he averiguado y todo lo que siento. Tal vez si partimos juntos, hablando desde cero… Para estar a salvo de la otra, he hurtado las sandalias del equipaje de mi mujer, que insiste siempre en llevarlas consigo, con nosotros, y antes de cerrar esta carta las miraré por última vez y las devolveré al fondo del armario. Necesito compartir con alguien mis negros presagios, y nadie mejor que tú. Adiós, amigo. Ojalá mañana nos riamos juntos de todo esto.

...........

¿Qué ocurrió en el coche camino del hotel rústico?, me pregunto mientras entro a la casa. Hasta ahora me dolía la muerte de mis amigos, ahora sospecho que ocurrió un hecho criminal por parte de Salvador o de Luisa. ¿O de…? En el acto aparto la idea por delirante, pero también decido saber más sobre la mujer latina que asesinó al marido. Les debo a mis amigos esa mirada última…

Descuelgo el teléfono para solicitar el informe cuando alguien me abraza cálidamente la espalda. Unas manos femeninas irrumpen en mi ángulo de visión y me acarician el vientre, desatando el cinturón del albornoz. Me sorprende que mi mujer lleve las uñas pintadas de rojo intenso, sería la primera vez. Me giro. Es ella, claro, bella como siempre pero con algo nuevo en su rostro. Trato de averiguar qué mientras me sonríe provocadora. ¿Se trata de los labios pintados de carmín? No, se los pinta habitualmente, aunque nunca de un rojo tan intenso.

Entonces, comprendo de repente que lo que hace su rostro distinto no son las facciones, sino la estatura. Está más alta, sus ojos quedan a la altura de los míos. Trago saliva, y comprendo… Era amiga de Luisa, quedó con su madre esta mañana para ayudarle a recoger las cosas de su hija… No imagino a mi mujer llevándose unas sandalias de su amiga muerta, pero tampoco me atrevo a mirar hacia sus pies mientras sus labios se acercan entreabiertos. Mis labios responden sin poderlo remediar. Nuestra vida sexual está últimamente apagada. La lengua entra resueltamente en mi boca, bucea en ella ansiosa, me parece que con rabia acumulada. Trago más saliva, mis manos recorren la espalda femenina. Me parece más sensual que nunca, lo que me inquieta pero refuerza a la vez mi deseo. Sus manos deslizan el albornoz por mi espalda. Cae al suelo, mi mujer lo engancha con un pie y lo aparta a un lado. Veo el destello amarillo de un estilete largo como una navaja mortal: un tacón de aguja, el tacón de aguja amarillo. Me late el corazón, de pronto muy deprisa. Miro hacia abajo, muy lentamente. Mientras mis ojos recorren el cuerpo desnudo, me parece que renovadamente pleno de mi mujer, pienso que voy a irrumpir de forma obscena en la vida y en la muerte de mis amigos. Pero el futuro sentimiento de culpa pesa en la balanza menos que la tentación al alcance de la mano. ¿No define eso casi todos los actos humanos, la que está tras muchos de los crímenes que investigo? Mi vista llega abajo. Allí están las sandalias malditas, ciñendo con la X que describió Salvador los dedos de uñas pintadas por primera vez de rojo.

Desnuda con las sandalias de tacón alto, mi mujer parece cualquier cosa excepto inocente.

Dejo de lado todo pensamiento racional. Me hundo en la boca femenina con la misma furia con que ella agita y retuerce su carnosa lengua henchida de saliva.

2 comentarios:

Vane!! dijo...

I M P R E S I O N A N T E !!!

QUIERO ESOS TACONES AMARILLOOOS!!

Que narración!! se me heló la piel, eso q estoy en pleno verano!! jaj

Además, hoy le di un repasito a algunas publicaciones anteriores y me encontré el relato de la "womanbed", y es cierto, a veces uno siente que queda atrapado en cada una de las cosas que lo rodean en cada unos de esos pequeños momentos q recuerda, y esos recuerdos no pueden salir ni gritar, causándonos esa sensacion de estar ahogándonos en el vacío sin poder volver a la vida.

Y el relato de hoy, me trajo a la mente la idea de mujer que una siempre quiere ser jaj. Pero que escalofriante es tener que lograrlo a costa de tu propia felicidad!!

Gracias Santy por estos relatos. Me encantan!!

Besitos!!

Santy dijo...

jajajajajja, vane, vane....asi que quieres unos tacones amarillos eh???

pero si seguro que no te hacen falta....jejejejejje

me alegro mucho vane que te gusten los relatos, es algo que no pienso dejar de publicar porque me parece que si consigo que alguien, aunque sea una sola persona se aficiones a l lectura, entonces la busqueda habrá merecido el esfuerzo!!!

como puedes ver, soy un apasionado de la lectura....jejejejeje

un besazo enorme