Hoy en esta nueva entrega de los tradicionales relatos de verano, la historia gira entorno al misterioso mundo del amor, pero si por si solo el amor no constituyera un hermoso pero misterioso fenómeno, este relato se atreve a profundizar sobre el más raro de los fenómenos posible, el amor de verano, ese amor que nadie sabe como surge (seguramente de las ansias locas de amar que en estas épocas se instala en nuestro cerebro y en nuestra piel), ese amor que nadie sabe sobre que cimientos se sustenta (seguramente sobre el deseo), ese amor que vence el aburrimiento con el calor de los cuerpos, ese amor en el que siempre se permanece juntos, no hay momento del día para separarse, todo el día juntos como si la vida fuera a acabar al día siguiente, ese amor de verano que realmente solo puede durar el verano, ese amor que con el más leve soplo de viento se desmorona como lo hace un castillo de naipes. Y donde ayer todo era fuego, pasión, complicidad, risas, ya hoy no queda nada de aquello, ni siquiera su recuerdo. Porque yo siempre he pensado que el amor de verano es divertido, una aventura con la que calmar la sed de pasión y sexo pero que jamás puede llegar a algo más (esta bien, habrá excepciones que rompan la regla). El amor de verano es un subgénero del amor, un amor malo como estas películas que echan en la televisión después de comer, entretienen pero cuando acaban las borramos de nuestra mente al segundo, ni siquiera sabemos como se titulan. El amor de verano es así, un amor que dista mucho del gran amor, aquel gran amor que nunca podrá tener lugar en verano.
Hoy cedo mi voz a MARTÍN CASARIEGO, este escritor que tanto me gusta también, para que sea él quién a través de este relato os hable del amor de verano, una historia que va precisamente de eso, de un amor de verano que al final acaba como solo puede acabar….no os cuento más, descubridlo por vosotros mismos.
Historia sobre un viaje, historia sobre un verano, historia sobre un amor, historia sobre un olvido.
Hoy cedo mi voz a MARTÍN CASARIEGO, este escritor que tanto me gusta también, para que sea él quién a través de este relato os hable del amor de verano, una historia que va precisamente de eso, de un amor de verano que al final acaba como solo puede acabar….no os cuento más, descubridlo por vosotros mismos.
Historia sobre un viaje, historia sobre un verano, historia sobre un amor, historia sobre un olvido.
Por cierto, os recomiendo que abráis un libro de MARTIN CASARIEGO este verano, tiene libros muy fresquitos y divertidos ideales para esta época del año sofocante en que una cervecita con patatuelas y un buen librito es el mejor antídoto posible. Yo os recomiendo “Qué té voy a contar”, “Algunas chicas son como todas” “Campos enteros llenos de flores”. Animaos y ya me diréis.
Tres, dos, uno y……ACCIÓN!!!!!
MÍ O EL VIAJE A GRACIA
MARTIN CASARIEGO
MARTIN CASARIEGO
No sé por qué, hablamos de ir a Grecia, ese país en el que nunca he estado. Fue en algún bar de Madrid, en el Cuatro Rosas, probablemente. O tal vez en su piso alquilado de López de Hoyos, mientras Ginebra, su gata, hacía equilibrios en la barandilla. Compramos mapas y billetes de barco, fuimos a la embajada griega, conseguimos algunos folletos en una agencia. Nos aprovisionamos de latas, hicimos unos colchones a medida para dormir en la C-15 diesel, tendimos unas cuerdas para colgar la ropa. Llevábamos también un cargamento de pendientes de ala de mariposa, para venderlos. Cuando no se tiene un duro, lo mejor es viajar muy enamorado, o no viajar. Eso lo sabe cualquiera. Lo que no es tan fácil saber es cuándo se está enamorado.
Fui a recogerla. Al aparcar, rocé la furgoneta azul. No hice caso del presagio. Ella era guapa, como todas las mujeres a las que he besado, aunque algunas sólo lo fueran durante el beso. Estaba medio loca, como la mitad de las mujeres con las que he estado. Tenía fácil la risa, y rápido el llanto. Tenía, también, cierta tendencia a la gordura, que espero haya desarrollado plenamente en estos años que llevamos sin vernos. Aquella ciclotímica bajó sonriendo. La primera escala fue Barcelona, donde un amigo, Jacobo, me dejaba su piso. Mal rollo: su generosidad se había hecho extensiva también a un menda que parecía tener algún tipo de problema con las drogas. Ella y yo dormimos juntos, pero no revueltos. Inexplicablemente, nuestra civilizada guerra había comenzado. A estas alturas cualquier productor avezado preguntaría: ¿Y cuándo se echan el primer polvo? Y yo tendría que poner cara de póker, y decir: Esto no es una historia de pasión desenfrenada y donuts en la punta del capullo, amigo. Es una historia de amor sin sexo, y casi sin amor. Es una historia de asfalto y sudor, de un sueño imposible, de poco dinero. Es la historia de un chico de 26 y una chica de 24 que perdieron la oportunidad de ser felices durante unos días del verano del 88, en Francia y en Mónaco, en Italia y en Grecia. Amigo.
Cerca de Narbona ella se bañó en una hermosa playa, y fue maravilloso verla nadar, retozar como un delfín, disfrutar. Fue maravilloso, hasta que oí un gemido horrible: me volví, para ver cómo el viento había arrancado la puerta trasera de la furgoneta. No había dinero para un hotel, y no podíamos abandonarla, con nuestras pertenencias de vagabundos. Con los talleres cerrados, pasamos la segunda noche en ella, yo delante, porque con la puerta atravesada no cabía detrás, y ella detrás, mucho mejor, pero lanzándome miradas asesinas, como si yo hubiera soplado el viento de aquella playa. El incidente fue un mordisco de morena en nuestro amor, y el arreglo una dentellada de tiburón en nuestros ahorros. Devorábamos los kilómetros como perros hambrientos, bebíamos el asfalto como si fuera agua fría, kilómetros y kilómetros de adelfas rojas y blancas y moradas, comida barata y peajes caros, calor, sol y sudor. Dormimos en una playa en Mónaco, donde vimos una preciosa puesta de sol. Comimos arroz, aceitunas, lechuga y tomate. Un señor muy triste, con un dedo vendado, nos ofreció utilizar los servicios de su bar. En Florencia pasamos tres días, gracias a la hospitalidad de mi hermana Sira y su amiga Elena, que hacían allí un curso de serigrafía. Vimos la galería de los Ufizzi, la cúpula de Brunelleschi. Pusimos un puestito en el Ponte Vecchio, entre negros y sudamericanos. Cuando venían los polis, los negros cerraban sus maletas y salían pitando. Aunque tardábamos más en reaccionar, no importaba, porque con nosotros no iba la cosa. Vendimos tres pendientes, unas tres mil calas. No vendimos más porque los malditos ecologistas nos llamaban asesinos. Qué sabrían ellos.
Circunvalamos Roma, me asombró el tráfico de Nápoles, hacía calor y no teníamos un duro, la mala leche de mi princesa se mantenía en unos niveles bastante inaceptables, y yo, tonto de mí, pensaba que cuando nos instaláramos cómodamente en una isla griega la cosa mejoraría. En algún momento propuse dar la vuelta, pero ella que no, que a Grecia y que a Grecia. La situación era ya tan grotesca que, después de ver la mirada que acababa de lanzar a un camarero que nos había traído una pizza, le dije que vale, que a Grecia, pero que como se enrollara con otro tío se iba a enterar. Casi se puso a llorar, y me preguntó que qué creía que era. Condenados a un régimen de penuria sexual, a no ser que la situación cambiara en Grecia, nuestras desgracias aún no habían acabado. A cuarenta kilómetros de Brindisi, decidimos bañarnos, antes de embarcar. Perdimos de vista la furgoneta media hora, y nos robaron parte de la pasta, la documentación (de ella), la cámara de fotos (de ella). Denuncia a los carabinieri, comportamiento algo machista del oficial, que pregunta al caballero y pasa de la reina, al fin y al cabo la denunciante (bronca feminista al carabiniere, pero a través del caballero, que es el que se la lleva de verdad, claro). Ya en Brindisi, vimos el barco, que había de llevarnos a Grecia, grande, sucio, majestuoso, imponente, lleno de turistas menos desgraciados que nosotros. Sin apenas dinero, sin ningún amor, derrotados, vencidos, tuvimos que aceptarlo: jamás subiríamos en él. Y desde el tacón de Italia, miles de kilómetros nos separaban de Madrid, y ella que no sabía conducir, miles de kilómetros, filas interminables de adelfas, lavados de emergencia de sobacos y pies en las gasolineras, junto a camioneros alemanes y holandeses llenos de tatuajes, ella detrás, tumbada, leyendo novelas policiacas, y yo delante, con la música a tope. Recuerdo una noche con la autopista en obras, sin iluminar, con un escalón lateral peligrosísimo, sin poder parar, con camiones adelantándome a 150 por hora y mis ojos cerrándose de sueño, deseando que acabara esa pesadilla, y ella detrás, dormida, sin saber que estaba a punto de morir, recuerdo la catedral de Orvieto, una preciosa armadura en el museo etrusco, el calor, recuerdo que en Nápoles el caballero fue al Palace y habló con el conserje, y consiguió que la reina se duchara, pusiera en orden su anatomía, mientras él se conformaba con las tristes gasolineras. Y así fuimos devorando los kilómetros, apenas sin gestos de ternura, casi sin palabras, recortando la distancia que nos separaba de nuestro inicio, de nuestra ansiada separación, y yo antes creyendo que Ginebra, su gata, se llamaba así por la reina artúrica, y ahora pensando que sería por los copazos que se tomaba en el Cuatro Rosas o en cualquier otro tugurio. Y yo había resuelto comportarme como un caballero hasta el final, corrección extrema, nada de discutir por el vil metal, de acuerdo, quédate tú más para compensar la cámara, a mí qué, te has duchado en el Palace de Nápoles, reina Ginebra, no lo olvidarás fácilmente, cuando no teníamos dinero ni para pipas, y fui yo quien lo conseguí, te traje desde Brindisi hasta Madrid, reina, cuando cualquier otro te hubiera dejado tirada en Pisa o en Montpellier, te hubiera dado una patada en el culo como se la da Italia a Sicilia, ¿y sabes qué?, lo he hecho también por mí, sobre todo por mí, por mantener una conducta en la vida, y te dejaré en López de Hoyos, o en casa de tus padres, y luego, adiós muy buenas, reina, nunca jamás, y como yo no soy San Martín, para que te duela un poco más todavía, para que te des cuenta de todo esto sin tener que decírtelo, te voy a mandar unas flores en cuanto lleguemos, y voy a hacerte creer que esas flores te las mandé el día de la partida, y voy a hacer como que me alucina la falta de profesionalidad de los floristas, vergüenza nacional, y eso maquinaba cuando ella dormitaba, o leía novelas policiacas, o ponía cara de ajo, mientras devorábamos los kilómetros. Arruinados, ligeramente más viejos y menos soñadores, más gastados y un poquito más sabios, nos despedimos en Madrid con un beso cansado y extraño.
La volví a ver en dos ocasiones, sin contar aquélla en que nos repartimos el botín, tras la devolución de los billetes. Una fue en una fiesta, al poco del regreso. Se puso a llorar, y me pidió algo así como una segunda oportunidad. La otra fue en Aravaca, hace unos años. La noté más gordita, aunque no lo suficiente. Pero ya daba igual: hacía mucho que aquel verano había dejado de ser una tragedia. Ahora sólo era una buena historia para contar.
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