Como siempre, es un placer leer a Antonio Gómez Rufo…
Espero que os guste y sobre todo que os sea enriquecedor...a mi me lo pareció!!!!!
SALAMANCA 20 Octubre, 2009
CONGRESO MEMORIA HISTÓRICA.
70 AÑOS DEL EXILIO CULTURAL ESPAÑOL DE 1939.
PONENCIA
El exilio cultural visto por los narradores actuales
SALAMANCA 20 Octubre, 2009
CONGRESO MEMORIA HISTÓRICA.
70 AÑOS DEL EXILIO CULTURAL ESPAÑOL DE 1939.
PONENCIA
El exilio cultural visto por los narradores actuales
Buenas tardes.
En primer lugar quiero expresar mi agradecimiento a nuestra
Asociación Colegial de Escritores de España y a la Facultad de
Filología de la Universidad de Salamanca la invitación recibida
para participar en este Congreso sobre la Memoria Histórica, en el
que pretendemos mostrar nuestro reconocimiento y gratitud a
cuantos intelectuales españoles tuvieron que continuar su labor
creadora desde el exilio, empobreciendo con su marcha forzosa a
nuestro país, pero engrandeciendo con su trabajo y ejemplo la
cultura universal.
Quede, pues, en estas palabras iniciales mi gratitud a los
organizadores y reconocimiento a quienes reivindicamos,
expresando de paso que son esenciales encuentros como éste y,
más que esenciales, diría que necesarios, justos y demasiado
escasos, por cierto. Bienvenida sea, así, esta celebración.
Aunque empezaré por decir que mirar en la distancia cuesta
cada vez más esfuerzo porque el tiempo va tejiendo un velo que
nubla la visión y sustrae esa nitidez con que nos deberían
embriagar los ejemplos admirables. Pero no quiero dejar de añadir
que cuando ese mismo tiempo, en lugar de nublar, deslumbra, en
el estado de ceguera puede suceder que se produzca un fenómeno
tan perverso como la propia ausencia de nitidez: me refiero a la
idealización.
Por eso, desde un horizonte de setenta años, aun alumbrado
por la memoria histórica y fraguado con aleaciones de lecturas,
narraciones, estudios y curiosidad, yo debo confesar que el exilio
cultural español consiguiente al momento de la frustración se me
presenta, personalmente, como una aventura heroica de la que,
con franqueza, no obtengo grandes conclusiones. Puede que sea
porque, en realidad, vivimos tiempos de ignorancia y desprecio en
los que ni siquiera los grandes ejemplos son valorados. Y porque
mirar atrás y rebuscar en la historia es un ejercicio en el que
apenas nadie se detiene. Murió Dios a mano de Nietzsche; murió
Marx a manos de muchos marxistas; murió Mao a manos del
capitalismo de Estado y murieron nuestros maestros a manos del
olvido. Ya no quedan maestros porque nadie quiere ser discípulo;
ya no quedan ejemplos porque ya no hay quien los siga; ya no
quedan puntos de referencia intelectual porque los cinco últimos,
habitantes de un mundo en transformación, se han quedado en el
camino como retratos de biblioteca o materia de eruditos que
buscan sacar una plaza de titular en cualquier Universidad. Ni
Norberto Bobbio, ni Tierno Galván, ni Chomski, ni Poulantzas, ni
Sangor son hoy algo más que un referente para estudiosos
bienintencionados cuando no para minorías depauperadas y, en
algunas ocasiones, mezquinas. Desde esta perspectiva pesimista,
¿quién puede hoy en día, con afán de ser escuchado, levantar la
voz para invocar los nombres de quienes no se rindieron al
fascismo y buscaron en el exilio conservar eso tan difícil de
entender en nuestros días como es la dignidad?
Los españoles somos hijos de la “Tercera Decepción”, y en
esa realidad sucumbieron también quienes, desde el otro lado del
mar o de la frontera pirenaica esperaron ser liberados alguna vez.
La Primera Decepción fue la que sufrieron al comprobar que la
democracia republicana no contaba con el apoyo de las
democracias decentes, o no tan decentes, de Europa y del norte de
América en la Guerra Civil de 1939. Sin su ayuda, la libertad no
pudo sobrevivir y la historia les mostró implacable el camino del
exilio. La Segunda Decepción les hirió cuando, acabada la
Segunda Guerra Mundial con la victoria de los aliados sobre el
fascismo, las democracias decentes, o no tan decentes, permitieron
la permanencia del franquismo en España y por ello el régimen
dictatorial continuó su saca de encarcelamientos y penas de
muerte, in praesentiam o dictadas “en rebeldía”. Y la Tercera
Decepción los mató cuando, tras el bloqueo formal de la ONU a
España, se levantó la farsa y Estados Unidos envió su primer
embajador a Madrid, y tras él se normalizó el reconocimiento
mundial, con mínimas excepciones, a la Dictadura.
Puede que cupiera hablar de una Cuarta Decepción, la
resultante de la generosidad de los españoles con la amnistía
general de 1977, pero aún no estoy seguro de incorporarla a mi
decepción personal. Tiempo habrá.
Todo ello me conduce a opinar que, desde la perspectiva de
nosotros, los creadores actuales, retrotraerse al exilio cultural
español de 1939 es un ejercicio meramente formal que, además de
intrascendente para muchos, no es compartido por la sociedad en
que vivimos. Y no me extraña: si en este momento social se
desconocen por completo los méritos de Lao Tsé, Aristóteles,
Justiniano, Abderraman III, Santo Tomás, Galileo, Newton, Hegel
y tantos otros, ¿cómo explicar la necesidad del reconocimiento al
institucionalista Luis Santullano, al europeísta Salvador de
Madariaga o al maestro Max Aub? Y sin embargo es una
obligación moral hacerlo, y por eso estamos aquí. Porque no
hacerlo, a mi juicio, sería participar de una indecencia de la que
ninguno queremos formar parte.
En este sentido, también habría que decir que, además de
políticos y de otra mucha gente anónima, una buena parte de los
exiliados pertenecían a la España del saber en su más amplia
concepción, personajes instruidos y reflexivos, sólidos trabajadores
de los mundos de la Ciencia, la Técnica, el Derecho y el
Pensamiento, muchos de los cuales han sido injustamente
olvidados a cambio de ser reconocidos, con todo merecimiento por
supuesto, a los autores literarios, llámense León Felipe, Ramón J.
Sender, Jorge Guillén, Luis Cernuda, María Zambrano, Juan
Ramón Jiménez, María Teresa León, Antonio Machado, Manuel
Andujar o José Bergamín. Pero son también esos otros miembros
de la ciencia y cultivadores de la inteligencia quienes dieron
cuerpo a lo que se llamó “la edad de plata” española en el primer
tercio del siglo XX y que, de no haberse interrumpido por el drama
y el exilio, habrían construido una España que luego se tardó en
recomponer medio siglo y que, me atrevería a aventurar, sin el
fundamento que ellos proponían. La consecuencia de todo ello es
conocida: el empobrecimiento cultural de la España del interior,
mermado su desarrollo por esa extensa sangría, y por la autarquía
económica, intelectual y científica impuesta por el franquismo.
Por ello avanzaba que es necesario mantener reuniones como
esta y celebrar esta clase de Congresos. Porque hay que combatir
el olvido; porque hay que proponer la recuperación de la memoria;
porque hay que reparar injusticias y porque hay que evidenciar lo
que significa el concepto de pérdida. Y porque poco se ha hecho
para recuperar ese imprescindible legado que enriqueció a otros
países, sobre todo a México, y empobreció a España de manera
radical. La verdad es que, exceptuando unas pocas contribuciones
en aspectos muy concretos del exilio y sus consecuencias, no se ha
elaborado algo que parece esencial: un archivo documental que
recoja y conserve las aportaciones de nuestros trasterrados en
todos los campos, ya sea la ciencia, la literatura o la ingeniería, en
fin, una especie de nomenclator de la España que fue expulsada.”
Debería hacerse. Como también deberíamos preguntarnos a
nosotros mismos por nuestra responsabilidad personal. Porque la
pregunta esencial que yo me he hecho antes de venir aquí es en
qué y de qué manera están presente en mi obra literaria las
aportaciones de los exiliados españoles de hace 70 años. Y he de
confesar que, sin pensarlo, la primera respuesta que me ha
asaltado ha sido “en nada”. Algo así como si, ensimismado en mi
propia creación, sintiera que el legado histórico no tiene presencia
alguna mientras trabajo en lo mío.
Naturalmente sé que no es verdad y de inmediato he buscado
esas influencias para ajustar en qué y de qué modo siento ese poso
de saber a la hora de expresarme. Sé que todos somos el resultado
de nuestra biografía. Sé que el pensamiento, por muy innovador
que se nos antoje, es la resultante de dos o más ideas anteriores
que conforman un pensamiento distinto y nuevo. Sé que cuanto
sabemos es la suma de vidas, lecturas, viajes y conversaciones
escuchadas o participadas. Sé, en definitiva, que sin una pauta
cultural no sabríamos integrarnos ni podríamos formar parte de
una comunidad civilizada. Y sé, en consecuencia, que aunque la
vanidad incite a responder que nada ni nadie nos influye al crear,
no podríamos hacerlo sin ese bagaje de conocimientos y
aprendizajes que no reconocemos porque se han almacenado en
nuestro subconsciente o más allá, en el inconsciente.
Las generaciones más jóvenes creen, en su fuero interno, que
no deben nada a nadie, aunque dicen lo contrario porque citando
nombres y referencias sacan lustre a su todavía incompleta
existencia. Nosotros, al menos en mi generación intermedia (o
Generación del 82 como me gusta definirla), hemos descubierto
que debemos lo que somos a demasiada gente, de modo que es
tan grande nuestra deuda (desde la contraída con Grecia a la
heredada de la postmodernidad, y puede que más allá y más acá),
que preferimos no echar cuentas porque, de hacerlo, nos
quedaríamos en los huesos. Y en concreto al exilio, al saber que
creció fuera de España, no estoy seguro de deberle más que a
Sócrates, Cicerón, Shakespeare, Dostoievski o Pérez Galdós. O que
a Lewis Carroll y a García Márquez, por no viajar tan lejos. Y a
Mozart, Goya, Beethoven, Van Gogh, Bacon, Eiffiel, Robert Capa,
Picasso, los Beatles, etc, etc. Estudiamos a la Generación del 98,
nos enamoramos de la del 27 y nos reconocimos en la de las
décadas del 40 y del 50, de los autores que tanto nos dieron, pero la
deuda de nuestro saber es tan global que yo no acierto a poner
precio justo a las cuentas con los trasterrados.
Pero, incluso expresándome con esta sinceridad, no puedo
dejar de reivindicar el derecho que tenemos a cumplir con nuestro
deber. Y ese deber, en estos momentos, es rescatar del olvido a los
olvidados, pedir justicia para los tratados con injusticia y aportar a
la historia una queja intelectual por la indecencia del silencio,
reclamando una reparación inmediata, aun sabiendo que es
inevitable que llegará el día en que la Historia de la Cultura ponga
a cada cual donde se merece, sin atender a las pequeñeces de la
mezquindad, a la sinrazón del resentimiento ni a la inmutable
perversidad de los amos del mundo.
En primer lugar quiero expresar mi agradecimiento a nuestra
Asociación Colegial de Escritores de España y a la Facultad de
Filología de la Universidad de Salamanca la invitación recibida
para participar en este Congreso sobre la Memoria Histórica, en el
que pretendemos mostrar nuestro reconocimiento y gratitud a
cuantos intelectuales españoles tuvieron que continuar su labor
creadora desde el exilio, empobreciendo con su marcha forzosa a
nuestro país, pero engrandeciendo con su trabajo y ejemplo la
cultura universal.
Quede, pues, en estas palabras iniciales mi gratitud a los
organizadores y reconocimiento a quienes reivindicamos,
expresando de paso que son esenciales encuentros como éste y,
más que esenciales, diría que necesarios, justos y demasiado
escasos, por cierto. Bienvenida sea, así, esta celebración.
Aunque empezaré por decir que mirar en la distancia cuesta
cada vez más esfuerzo porque el tiempo va tejiendo un velo que
nubla la visión y sustrae esa nitidez con que nos deberían
embriagar los ejemplos admirables. Pero no quiero dejar de añadir
que cuando ese mismo tiempo, en lugar de nublar, deslumbra, en
el estado de ceguera puede suceder que se produzca un fenómeno
tan perverso como la propia ausencia de nitidez: me refiero a la
idealización.
Por eso, desde un horizonte de setenta años, aun alumbrado
por la memoria histórica y fraguado con aleaciones de lecturas,
narraciones, estudios y curiosidad, yo debo confesar que el exilio
cultural español consiguiente al momento de la frustración se me
presenta, personalmente, como una aventura heroica de la que,
con franqueza, no obtengo grandes conclusiones. Puede que sea
porque, en realidad, vivimos tiempos de ignorancia y desprecio en
los que ni siquiera los grandes ejemplos son valorados. Y porque
mirar atrás y rebuscar en la historia es un ejercicio en el que
apenas nadie se detiene. Murió Dios a mano de Nietzsche; murió
Marx a manos de muchos marxistas; murió Mao a manos del
capitalismo de Estado y murieron nuestros maestros a manos del
olvido. Ya no quedan maestros porque nadie quiere ser discípulo;
ya no quedan ejemplos porque ya no hay quien los siga; ya no
quedan puntos de referencia intelectual porque los cinco últimos,
habitantes de un mundo en transformación, se han quedado en el
camino como retratos de biblioteca o materia de eruditos que
buscan sacar una plaza de titular en cualquier Universidad. Ni
Norberto Bobbio, ni Tierno Galván, ni Chomski, ni Poulantzas, ni
Sangor son hoy algo más que un referente para estudiosos
bienintencionados cuando no para minorías depauperadas y, en
algunas ocasiones, mezquinas. Desde esta perspectiva pesimista,
¿quién puede hoy en día, con afán de ser escuchado, levantar la
voz para invocar los nombres de quienes no se rindieron al
fascismo y buscaron en el exilio conservar eso tan difícil de
entender en nuestros días como es la dignidad?
Los españoles somos hijos de la “Tercera Decepción”, y en
esa realidad sucumbieron también quienes, desde el otro lado del
mar o de la frontera pirenaica esperaron ser liberados alguna vez.
La Primera Decepción fue la que sufrieron al comprobar que la
democracia republicana no contaba con el apoyo de las
democracias decentes, o no tan decentes, de Europa y del norte de
América en la Guerra Civil de 1939. Sin su ayuda, la libertad no
pudo sobrevivir y la historia les mostró implacable el camino del
exilio. La Segunda Decepción les hirió cuando, acabada la
Segunda Guerra Mundial con la victoria de los aliados sobre el
fascismo, las democracias decentes, o no tan decentes, permitieron
la permanencia del franquismo en España y por ello el régimen
dictatorial continuó su saca de encarcelamientos y penas de
muerte, in praesentiam o dictadas “en rebeldía”. Y la Tercera
Decepción los mató cuando, tras el bloqueo formal de la ONU a
España, se levantó la farsa y Estados Unidos envió su primer
embajador a Madrid, y tras él se normalizó el reconocimiento
mundial, con mínimas excepciones, a la Dictadura.
Puede que cupiera hablar de una Cuarta Decepción, la
resultante de la generosidad de los españoles con la amnistía
general de 1977, pero aún no estoy seguro de incorporarla a mi
decepción personal. Tiempo habrá.
Todo ello me conduce a opinar que, desde la perspectiva de
nosotros, los creadores actuales, retrotraerse al exilio cultural
español de 1939 es un ejercicio meramente formal que, además de
intrascendente para muchos, no es compartido por la sociedad en
que vivimos. Y no me extraña: si en este momento social se
desconocen por completo los méritos de Lao Tsé, Aristóteles,
Justiniano, Abderraman III, Santo Tomás, Galileo, Newton, Hegel
y tantos otros, ¿cómo explicar la necesidad del reconocimiento al
institucionalista Luis Santullano, al europeísta Salvador de
Madariaga o al maestro Max Aub? Y sin embargo es una
obligación moral hacerlo, y por eso estamos aquí. Porque no
hacerlo, a mi juicio, sería participar de una indecencia de la que
ninguno queremos formar parte.
En este sentido, también habría que decir que, además de
políticos y de otra mucha gente anónima, una buena parte de los
exiliados pertenecían a la España del saber en su más amplia
concepción, personajes instruidos y reflexivos, sólidos trabajadores
de los mundos de la Ciencia, la Técnica, el Derecho y el
Pensamiento, muchos de los cuales han sido injustamente
olvidados a cambio de ser reconocidos, con todo merecimiento por
supuesto, a los autores literarios, llámense León Felipe, Ramón J.
Sender, Jorge Guillén, Luis Cernuda, María Zambrano, Juan
Ramón Jiménez, María Teresa León, Antonio Machado, Manuel
Andujar o José Bergamín. Pero son también esos otros miembros
de la ciencia y cultivadores de la inteligencia quienes dieron
cuerpo a lo que se llamó “la edad de plata” española en el primer
tercio del siglo XX y que, de no haberse interrumpido por el drama
y el exilio, habrían construido una España que luego se tardó en
recomponer medio siglo y que, me atrevería a aventurar, sin el
fundamento que ellos proponían. La consecuencia de todo ello es
conocida: el empobrecimiento cultural de la España del interior,
mermado su desarrollo por esa extensa sangría, y por la autarquía
económica, intelectual y científica impuesta por el franquismo.
Por ello avanzaba que es necesario mantener reuniones como
esta y celebrar esta clase de Congresos. Porque hay que combatir
el olvido; porque hay que proponer la recuperación de la memoria;
porque hay que reparar injusticias y porque hay que evidenciar lo
que significa el concepto de pérdida. Y porque poco se ha hecho
para recuperar ese imprescindible legado que enriqueció a otros
países, sobre todo a México, y empobreció a España de manera
radical. La verdad es que, exceptuando unas pocas contribuciones
en aspectos muy concretos del exilio y sus consecuencias, no se ha
elaborado algo que parece esencial: un archivo documental que
recoja y conserve las aportaciones de nuestros trasterrados en
todos los campos, ya sea la ciencia, la literatura o la ingeniería, en
fin, una especie de nomenclator de la España que fue expulsada.”
Debería hacerse. Como también deberíamos preguntarnos a
nosotros mismos por nuestra responsabilidad personal. Porque la
pregunta esencial que yo me he hecho antes de venir aquí es en
qué y de qué manera están presente en mi obra literaria las
aportaciones de los exiliados españoles de hace 70 años. Y he de
confesar que, sin pensarlo, la primera respuesta que me ha
asaltado ha sido “en nada”. Algo así como si, ensimismado en mi
propia creación, sintiera que el legado histórico no tiene presencia
alguna mientras trabajo en lo mío.
Naturalmente sé que no es verdad y de inmediato he buscado
esas influencias para ajustar en qué y de qué modo siento ese poso
de saber a la hora de expresarme. Sé que todos somos el resultado
de nuestra biografía. Sé que el pensamiento, por muy innovador
que se nos antoje, es la resultante de dos o más ideas anteriores
que conforman un pensamiento distinto y nuevo. Sé que cuanto
sabemos es la suma de vidas, lecturas, viajes y conversaciones
escuchadas o participadas. Sé, en definitiva, que sin una pauta
cultural no sabríamos integrarnos ni podríamos formar parte de
una comunidad civilizada. Y sé, en consecuencia, que aunque la
vanidad incite a responder que nada ni nadie nos influye al crear,
no podríamos hacerlo sin ese bagaje de conocimientos y
aprendizajes que no reconocemos porque se han almacenado en
nuestro subconsciente o más allá, en el inconsciente.
Las generaciones más jóvenes creen, en su fuero interno, que
no deben nada a nadie, aunque dicen lo contrario porque citando
nombres y referencias sacan lustre a su todavía incompleta
existencia. Nosotros, al menos en mi generación intermedia (o
Generación del 82 como me gusta definirla), hemos descubierto
que debemos lo que somos a demasiada gente, de modo que es
tan grande nuestra deuda (desde la contraída con Grecia a la
heredada de la postmodernidad, y puede que más allá y más acá),
que preferimos no echar cuentas porque, de hacerlo, nos
quedaríamos en los huesos. Y en concreto al exilio, al saber que
creció fuera de España, no estoy seguro de deberle más que a
Sócrates, Cicerón, Shakespeare, Dostoievski o Pérez Galdós. O que
a Lewis Carroll y a García Márquez, por no viajar tan lejos. Y a
Mozart, Goya, Beethoven, Van Gogh, Bacon, Eiffiel, Robert Capa,
Picasso, los Beatles, etc, etc. Estudiamos a la Generación del 98,
nos enamoramos de la del 27 y nos reconocimos en la de las
décadas del 40 y del 50, de los autores que tanto nos dieron, pero la
deuda de nuestro saber es tan global que yo no acierto a poner
precio justo a las cuentas con los trasterrados.
Pero, incluso expresándome con esta sinceridad, no puedo
dejar de reivindicar el derecho que tenemos a cumplir con nuestro
deber. Y ese deber, en estos momentos, es rescatar del olvido a los
olvidados, pedir justicia para los tratados con injusticia y aportar a
la historia una queja intelectual por la indecencia del silencio,
reclamando una reparación inmediata, aun sabiendo que es
inevitable que llegará el día en que la Historia de la Cultura ponga
a cada cual donde se merece, sin atender a las pequeñeces de la
mezquindad, a la sinrazón del resentimiento ni a la inmutable
perversidad de los amos del mundo.
Muchas gracias.
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